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miércoles, 14 de septiembre de 2011

¿Qué profesión profesamos los profesores en tiempos de crisis educacional?


Por Raúl Villarroel. Académico del departamento de Filosofía de la Universidad de Chile.

Hace poco tiempo concebí algunas de estas mismas ideas que ahora comparto con otros fines y movido por distintas circunstancias. Supongo que la escena de crisis del sistema educacional que hoy en día nos ha tocado tan de cerca podría otorgarles un nuevo sentido y hasta quizás un nuevo valor.

En una conferencia pronunciada en 1998 en la Universidad de Stanford, California, titulada “La Universidad sin condición”, Jacques Derrida señalaba que la universidad hace profesión de la verdad; declara y promete un compromiso sin límite para con la verdad. Y aunque el estatus y el devenir de la verdad, al igual que el valor de la verdad, dan lugar a discusiones infinitas, sobre eso es, precisamente, sobre lo que se discute, de forma privilegiada, en la Universidad y con mayor razón en las facultades de Humanidades. De acuerdo con ello, en principio, según su vocación declarada y la esencia que profesa, a la Universidad le cabría “seguir siendo un último lugar de resistencia crítica –y más que crítica– frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos”.

Esta consideración implica, por cierto, una presunción de la que el filósofo es consciente: la de que existe algo así como una “esencia propia de la universidad soberana” y, más específicamente, una que concierna a las Humanidades; que es lo que, en definitiva nos puede interesar a nosotros también en esta breve reflexión. En relación con ello, podemos señalar que nos preocupan varias situaciones que, suponemos, han venido desencializado a la Universidad, porque, a nuestro juicio, le han impuesto lógicas foráneas y contrapuestas a su más auténtico carácter. Y nos preocupa esta situación porque la Universidad sería para nosotros ­–si admitimos el supuesto– esa “«causa» autónoma, incondicionalmente libre en su institución, en su habla, en su escritura, en su pensamiento”, que creemos y sentimos desvinculada por naturaleza de todo interés mercantil, como el que hemos rechazado tan enfáticamente durante los últimos meses.

Ahora, este pensamiento y esta escritura tan propios de la universidad –del que nos habla Derrida–, no son cualquier pensamiento o cualquier escritura, ni tampoco simples archivos o producciones de saber, “sino, lejos de cualquier neutralidad utópica, [se trata de] unas obras performativas”, es decir, de unas actuaciones que exceden con creces, por sus consecuencias y resultados, a lo comprendido en el puro espacio virtual del conocimiento teórico. Se trata más bien de esa “profesión” que identifica a las Humanidades en el contexto de la Universidad, entendiéndose que dicha expresión de origen latino alude al acto de “declarar abiertamente, declarar públicamente”, como señala el pensador francés. ¿Qué quiere decir, entonces, “profesar” para nosotros? debiéramos preguntarnos en estos momentos difíciles. ¿A qué “profesión” nos hemos consagrado como comunidad dedicada al cultivo y al desarrollo de las Humanidades, a los saberes acerca del Hombre? ¿Qué sería aquello que hemos declarado abierta y públicamente como nuestro compromiso institucional? ¿Qué es lo que nos permitiría definirnos más adecuadamente y enfrentar con propiedad y convicción los acontecimientos presentes?

Y es que la declaración de quien profesa es una declaración performativa, porque compromete mediante un acto de fe, porque constituye “un juramento, un testimonio, una manifestación, una atestación o una promesa”. En el sentido más profundo del término, se trata de un compromiso, claro está. Agrega Derrida: “«Hacer profesión de» es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole al otro que crea en esta declaración bajo palabra”. O sea, se profesa prometiendo, se es “profesor” en tanto se promete responsablemente, abiertamente, públicamente, más allá del carácter tecnocientífico y erudito que también define a nuestra actividad; mucho más allá de la dimensión de scholars en la que podría situarnos la división del trabajo prevaleciente en la era de la globalización. Derrida nos lo ilustra así: Philosophiam profiteri es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo, practicar o enseñar la filosofía de forma pertinente, sino comprometerse, mediante una promesa pública, a consagrarse públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar testimonio, incluso a pelearse por ella” (el destacado es mío).

En consecuencia, si por nuestra calidad de profesores universitarios de la principal y más antigua Universidad del país -y en nuestro caso de una Facultad consagrada al cultivo de la Filosofía y las Humanidades- hemos profesado públicamente nuestro compromiso con “la búsqueda del bienestar de los chilenos, mediante el avance del conocimiento y la defensa de sus derechos” –como afirmaba nuestro Rector Víctor Pérez en las palabras iniciales de un Informe público en el mes de noviembre de 2009–; y si este sueño de los universitarios es un sueño compartido con grandes sectores de la sociedad chilena, que nos ven más allá del carácter tecnocientífico que define a nuestra actividad, es decir, “no sólo [como] un plantel educacional, sino, también, [como] un referente de la República donde cristalizan las aspiraciones de lo mejor de la juventud”, parece enteramente impresentable que estemos cediendo nuestro modus vivendi a la diseminación de una cultura bizarra que entroniza un plexo de valores tan radicalmente distante de nuestro ethos institucional, al mantenernos meramente expectantes respecto de lo que acontece y mina crecientemente nuestra identidad más preciada.

Ante semejante estado de cosas, debemos ser capaces de defender la cultura universitaria más auténtica y frenar el avance de un sistema excluyente que se funda en la inequidad, y que impone soterradamente una violencia a la que podríamos calificar de “virulencia”, en el sentido de que constituye una violencia viral, que no opera de modo directo, sino por contigüidad y contagio, y genera toda una reacción en cadena que aherroja también a nuestros jóvenes estudiantes sumiéndolos en el endeudamiento y la desesperanza; y que tiene como objetivo, ciertamente, acabar con nuestro sistema inmunitario de valores universitarios y públicos. Se trataría, como ha dicho Baudrillard, de una violencia diversa de la violencia histórica y política, se trata de una virulencia que opera por un exceso de positividad, que se asemeja a las células cancerígenas, que proliferan al infinito a través de sus excrecencias y metástasis y ante la cual no hemos respondido hasta ahora más que con lenidad.

Por ello, en este momento parece urgente que reconozcamos en nosotros mismos la constelación psicológica del desgano que nos ha dominado y resistamos a ese “demonio meridiano” de la acedia (acidia) y la pussilanimitas (el “ánimo pequeño”) -usando expresiones de Agamben-, que nos embarga e impide reaccionar oportuna y adecuadamente. Deberemos sobrepasar nuestra propia tendencia a permanecer incólumes mientras la desintegración nos alcanza cada vez más de cerca. Deberemos evitar caer en la desperatio, “la oscura y presuntuosa certeza de estar ya condenados por anticipado y el hundirse complacientemente en la propia ruina”. Deberemos ser capaces de asumir el liderazgo y una mejor conducción de los procesos comunitarios de nuestra institución, que como profesores nos corresponden –mandatados por la sociedad y el Estado­– y que no estamos cumpliendo a cabalidad cada vez que tomamos palco ante la imposición de las lógicas tecnomercantiles sobre nuestro ámbito más propio. Deberemos erradicarlas definitivamente si es que de verdad compartimos “el compromiso de preservar la Universidad de Chile como una universidad pública y nacional y un referente intelectual y cultural de la Nación al servicio de nuestra sociedad”, como queremos todos que sea.

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