El Blog de la CEFH

Este es un medio libre y sin censura, donde tanto los Estudiantes, Profesores y Funcionarios de la Facultad de Filosofía y Humanidades UCH pueden exponer sus opiniones sobre temas de interes, tanto nacional como de la comunidad.

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lunes, 27 de febrero de 2012

De la Revolución Social

Por Miguel Álvares Lisboa.
Pregrado Filosofía de la
Universidad de Chile.
 


No muchos deben saber quién soy. El año pasado apenas me di unas vueltas por la facultad, no fui a ninguna marcha, no participé de las tomas y de las asambleas en las que estaba presente solía quedarme atrás, y votar en contra de los paros (después de escuchar con atención lo que todos tenían que decir). Me quedo poco a carretear en los pastos, las más de las veces con amigos de otras facultades que me “van a ver”. Los que sí me ubiquen, de vista o personalmente, deben pensar muchas cosas de mí, o tal vez ninguna (no tengo por qué ser importante para nadie más que mi mamá y mi polola, después de todo). No puedo culparlos por ninguno de sus juicios; caras vemos, corazones no sabemos.
Es justamente por mi falta de participación -que es voluntaria- que no me siento en el derecho ni en la posición de reclamar ni de juzgar sobre los movimientos y las decisiones que se toman entre las organizaciones -estudiantiles y sindicales- de nuestra facultad, para que no vayan a pensar que quiero que lean una clásica exposición de “motivos” reaccionarios para empañar esfuerzos y movimientos del colectivo. No, nada de eso; quiero compartir con ustedes una apreciación valorativa sobre el gran movimiento social-estudiantil que vivimos como País, como Universidad y como Sociedad el año pasado.

Si el año pasado no participé de la movilización -y en algunos momentos incluso me manifesté en contra- es por motivos personales y los considero irrelevantes en este contexto. Pero tampoco me quedé en mi casa jugando Nintendo (me conseguí a buen precio una 64, con el Mario 64, así que era una posibilidad tentadora) y desde la cómoda posición del cobarde seguí de cerca el progreso de toda la contingencia. Para que no vayan a pensar que quien les habla lo hace desde la desinformación y la visión sesgada.
No soy un abanderado político, no me caso con la derecha, pero tampoco con la izquierda, no apoyo -totalmente- al anarquismo, pero tampoco soy el clásico ciudadano posmoderno que pregona un noestoyniaísmo conformista basado en su relativa capacidad para conseguir el pan de cada día. Me gusta decir -como muchos otros- que tengo mi visión propia de las cosas, en función de mi experiencia y basado en el soporte teórico que un poco de lectura le deja a cualquiera. Para que no vayan a pensar que quien habla es un discurso comprado, y no un ciudadano consciente.

Los procesos sociales no son subjetivos, son objetivos. Yo creo en la revolución social, porque las revoluciones sociales ocurren, quiéralo yo o no. No hay manera de detener un proceso cuando se pone en marcha, no es como el recuerdo de una pesadilla, donde basta con cerrar los ojos y decirse a uno mismo que no pasó, para hacer que desaparezca. Lo que se empezó a mover el año 2011 es una revolución social, y no se podrán dar pruebas de lo contrario porque los hechos -los hechos históricos, no periodísticos, no mediáticos- lo respaldan y fundamentan. Y no hay razón para creer que Chile no necesita una revolución social. No hablo de una necesidad moral (como si dijera que “sería bueno” que la sociedad se transformara, en vías de cualquier cosa), sino de una necesidad material, de una necesidad de hecho. Las denuncias al respecto abundan, sus señales son tan evidentes que negarlas sería ridículo: la brecha social, el conflicto Mapuche, el abuso de autoridad por parte de los altos mandos de la guardia civil y militar -dentro y fuera de sus respectivas instituciones-, la obsolescencia de los discursos políticos y la falta de representatividad en el aparato legislativo y ejecutivo democráticos, son sólo los síntomas visibles de una gran enfermedad que nos aqueja como sociedad. No me gusta la palabra “Pueblo”, porque suelen emitirse juicios demasiado subjetivos a partir de él, como si fuera un “algo” simple y definido que quiere cosas, que necesita otras, que lucha... No; me quedo con “sociedad” y la entiendo en sentido laxo como el destino común de todas las almas -sean o no humanas, muchos tenemos perros y gatos que comen de nuestros bolsillos- que por suerte de cuna fueron a hacer necesaria su convivencia, al este del
Pacífico y al oeste de la Cordillera de los Andes.

Es ingenuo defender que no existe una esfera elitista que ejerce un alto control sobre las políticas sociales y económicas, pero sería demasiado fantasioso suponer que esta esfera tiene una organización articulada. El abuso de poder, represivo y persecutorio de las fuerzas policiales es una evidencia, pero me inclino a pensar que es más por falta de control en sus operativos y de civilidad en su método formativo, que si fuera una posición ideológica de quienes llevan la batuta en lo alto de su jerarquía. La fuerza judicial hace montajes, la prensa esconde y altera la información, el gobierno encubre crímenes organizados -como las colusiones de las farmacias o de las empresas de transporte interurbano-, pero es más juicioso creer que es sólo la conjunción relativamente casual de métodos afines, que persiguen fines afines pero particulares, y no que hay una sola gran secta fascistoide (porque no existe el fascismo como tal en Chile) detrás de todo, manejando el escándalo público desde una lujosa biblioteca en una casa con dirección de cinco dígitos y pendiente de 70º en el sector oriente de la capital. (aunque podrían ser... varias sectas fascistoides, jeje).

No creo que la marcha estudiantil haya avanzado de forma considerable, a nivel país, hacia el objetivo que su slogan pregonaba -educación pública gratuita y de calidad-. Pero tampoco pienso que haya sido un esfuerzo vano. Como bien me hizo notar un amigo durante el transcurso de la movilización -y que me hizo cambiar un poco mi valoración del conflicto- la verdadera victoria de los estudiantes no fue concreta, sino psicológica. Se puso en boga, con mucha fuerza, el tema de la manipulación de información, y se revalorizó en parte la importancia de la opinión ciudadana. Durante meses de lo único que se conversaba, incluso entre esas personas que hasta entonces sólo conversaban de fútbol de ligas extranjeras -porque las nacionales son “muy rascas”- era del conflicto estudiantil; se abrieron los canales públicos, sea en internet, sea en los medios alternativos o en los oficiales, y la gente empezó a manifestar su opinión. Empezó a pensar. Empezó a criticar.

En un tiempo donde el letargo social nos ha llevado a convertirnos en una sociedad ciega, sorda y, como es peor, muda; donde la sombra y el trauma de la dictadura (que fue dictadura, no “régimen militar”, antes y después del 80) permitió que los supuestos “buenos” de turno -la Concertación- hicieran y deshicieran a su antojo y conveniencia en materia social y económica (buscando a los detenidos desaparecidos para mantener a la plebe contenta, pero firmando tratados de libre comercio y vendiendo nuestra educación aprovechándose de la tranquilidad moral de la sociedad herida), el primer paso de la revolución social no es la salida a las calles; él será, en el mejor de los casos, el último. El primer paso de la revolución social es la toma de conciencia y el abrazo de una postura crítica frente a las decisiones hegemónicas de nuestras esferas de poder (político y económico).

Las Marchas estudiantiles fracasaron. Los argumentos por defender lo contrario serán débiles y en la mayoría de los casos subjetivos y pasionales. Pero fracasaron como marchas, es decir, como salidas espontáneas de la gente a las calles. Hubo cacerolazos, hubo detenidos, hubo quema de buses urbanos y toda la parafernalia de rigor, pero lo que necesitábamos era que las calles se llenaran de incontables multitudes, con asadones y antorchas, y eso no pasó. La victoria real de la movilización estudiantil vino, como comentaba anteriormente, por un frente mucho más necesario y mucho más inesperado; a nivel local detonó -¡por fin!- la necesidad de criticar, y la alerta de que la crisis ha llegado a su apogeo y que el clímax de nuestro drama social está a las puertas.

He conocido casos, muchos casos, y estoy seguro de que a muchos también les debe haber pasado, de pequeñas victorias locales que se perpetraron durante el tiempo de las marchas aunque en estricto rigor no sumen mucho para la “cuenta nacional”; por poner un ejemplo personal, en Osorno fue un hito que por primera vez en muchos, muchos años, y con fuerza inédita en su historia, los Centros de Alumnos de colegios particulares (y Osorno es una sociedad feudal, donde los nobles no se mezclan con los vasallos) se organizaran y formaran un organismo de información y colaboración, no sólo entre ellos, sino también para solidarizar y perseguir metas comunes con los estudiantes de los sistemas subvencionados y públicos. (Supe por mis primos, que viven en Santiago, que en La Florida también tuvieron grandes progresos en materia de organización y coordinación). Estas victorias, aunque pequeñas, son, a mi parecer, las victorias más relevantes y los pasos seguros de la revolución social de la cual el conflicto estudiantil fue sólo un preludio.

Si este fuera el panorama actual de la contingencia; si con el tiempo se hiciera latente y necesario profundizar en estos puntos que hemos destacado -la crítica y la consciencia, y la organización a nivel local- para mover al fin la revolución, se hace también evidente que deberían cambiar los métodos del órgano revolucionario. (Aquí llamo “órgano revolucionario” al total de los participantes activos en la promoción de la revolución, indiferente de sus diferencias ideológicas, por graves que ellas sean). En primer lugar, evitar los sofismas y el idealismo; es cierto que sería ilusorio creer que vamos a lograr que todo el país tome conciencia y todas las personas lleguen a la conclusión -racional- de la necesidad de una sola gran revolución, y es cierto también que se necesitan líderes porque “las masas siguen al más fuerte”, pero debemos evitar que los esfuerzos se desperdicien en defender racionalmente posturas demasiado utópicas (como dice la canción de Sexual Democracia, “para el próximo golpe no habrán ilusos hippies / cambiando el mundo con marihuana”). Nadie se abandera por una causa y sacrifica su modo de vida, para ir en pos de algo que no entiende, o que no cree posible; hay que evitar que aquellos que sí lo harían intenten hacer que otros sientan lo mismo. Y en segundo lugar, -y quiero recordar que estoy manifestando mi opinión, para evitar malos entendidos- habría que conseguir la simpatía y la participación de las fuerzas armadas, militares y civiles.

Las revoluciones siempre son golpes de estado, aunque ellos guíen la transición a gobiernos democráticos. Los cronistas más optimistas y los redactores de textos escolares nos han hecho creer que fue “el Pueblo” (de nuevo, esa palabrilla...) francés el que derrocó a su Rey y se tomó la Bastille en 1789; pero la evidencia histórica avala y respalda que la pretendida revolución popular en Francia no fue, inicialmente, una manifestación espontánea y consciente de los ciudadanos franceses, sino que comenzó como un motín militar motivado por la decisión real de apoyar la revolución de los Estados Unidos. Y los ejemplos para lo mismo no nos van a faltar.

Si asumimos esta evidencia anterior como verdadera, se hará patente que “radicalizar” la lucha no es, en forma alguna, seguir sacando multitudes a las calles para dar carne de cañón al sofisticado (y ni tanto) equipamiento militar de nuestra guardia civil. Por el contrario, radicalizar la lucha cobraría un significado totalmente distinto, basado en la psicología colectiva y en la consecución de espacios de difusión y discusión, y en la búsqueda de la o las personalidades carismáticas y valientes, que sepan sacar a la gente de sus casas y poner de nuestro lado a los uniformados, cosa de llevar en una mano a la razón y en la otra a la fuerza, y que tengamos todas las de ganar.

Así, el punto más importante en esta etapa será el de la consciencia, y el del espíritu crítico, dos elementos que, en una Facultad de Filosofía y Humanidades, no deberían sólo existir, sino aparecer siempre en la primera fila de todas las discusiones y matizar todas las decisiones, colectivas como particulares.

Como no vengo a denunciar, dejo abierta la cuestión, además de invitar a la crítica, y a la autocrítica. ¿Hasta qué punto la defensa de la “libertad de expresión” nos podría estar llevando (como comunidad) a reprimir y a censurar las posturas intolerantes, o las críticas destructivas, sin considerar aquellos puntos sobre los que se basan? ¿Hasta qué punto la ideología tiñe -de matices rojizos- las opciones a la hora de elegir y participar? ¿Cuánto esfuerzo se ha depositado en construir consciencia, en abrir las discusiones -que pueden o no ser bizantinas, ¡para algo somos humanistas y no ingenieros!- y permitir la réplica, versus el que se ha invertido en dar “señales de actividad” y defender una pretendida reputación pública? ¿Cuándo los intereses particulares y el sentir irracional de los pensamientos idealistas empiezan a atropellar el intento de colaboración de la crítica fría y racional? En definitiva, ¿cuándo podemos decir que la fe ciega por el pluralismo puede empezar a convertirnos en dogmáticos de la ideología, o en totalitaristas de la libertad? ¿Cuándo la Revolución se convierte en Terror, en Stalinismo?

Preguntas abiertas que deberían ser puestas sobre la mesa, sobre todo ad portas de un año que quizás no traiga el fin del mundo, pero sí -esperemos- su más fatal crisis, y donde nuestro rol podría ser más importante que nunca, pues toda revolución necesita pensadores que la respalden... y la justifiquen.
Gracias por su atención.
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