El Blog de la CEFH

Este es un medio libre y sin censura, donde tanto los Estudiantes, Profesores y Funcionarios de la Facultad de Filosofía y Humanidades UCH pueden exponer sus opiniones sobre temas de interes, tanto nacional como de la comunidad.

Ten en cuenta que lo que vas a leer NO REPRESENTA EL PENSAR DE LA ASAMBLEA DE FILOSOFIA Y HUMANIDADES, pero que si son las opiniones individuales de sus miembros, que ayudan a formarlo.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

La democracia de los dirigentes


Por Nadine Faure. Estudiante pregrado Filosofía de la Universidad de Chile

La democracia directa es el modo en que los sujetos de nuestra facultad hemos decidido ejercer soberanía. Nunca participé en una discusión fundante al respecto pues, como dicen, las personas pasan y las instituciones quedan. Yo llegué y ya estaba, me iré y seguirá. Por lo mismo, pienso que a veces ha hecho falta caer en cuenta y, sobre todo, dar cuenta de lo que dicha institución nos impone de suyo. Sería una ingenuidad no reconocer que, como en todo, al asentir aceptamos vicios y virtudes.

La asamblea, base de la organización política de nuestra facultad, es la forma en que escogemos validarnos los unos a los otros. Sin embargo, al hablar de esto, se nos olvida que cuando se escoge una opción que prioriza la participación individual de los estudiantes, de los ciudadanos o quienes sean los aludidos, no podemos actuar como si hubiese o debiese haber una voluntad común que agrupa lo que somos o queremos. No debemos actuar como si así fuese, porque no tiene porqué serlo. No es exigible a la democracia directa que así sea, no está en ella atender dicha dimensión. Por esto es que la democracia representativa se opone aquélla. Los partidarios de la representación abogan por una cierta unidad política cuya expresión debe estar encarnada en la figura del representante. Los que juzgan más democrática la participación directa están priorizando la expresión individual de cada uno de los participantes. Con esto, aun cuando (en forma) parezca favorecer el diálogo, realmente sólo permite que personas que no conforman entre sí ninguna unidad identitaria expongan y voten considerando los criterios que más les plazcan.

Cuando se trata de grupos minoritarios ya agrupados bajo una cierta noción de comunidad (como puede ser el caso de las juntas de vecinos, entre otros), la democracia directa puede ser funcional ya que quienes se levantan y deliberan ahí lo hacen en pos de la unidad a la que representan; de hecho, lo lindo es que sólo así – en el ejercicio de empoderarse-  conforman aquello que los une. El problema real surge cuando vemos organizaciones que, por estar fundadas desde la pluralidad, no portan en sí la capacidad de generar unidad. Con esto, no quiero implicar que tal unidad no pueda ser formada desde intereses compartidos o incluso desde el disenso; simplemente quiero destacar sólo el hecho que aun cuando contemos con la posibilidad de generar unidad, la democracia directa no tiene de suyo las herramientas que lo permiten.

La posibilidad de un proyecto común no está tras la suma de los individuos, la totalidad de los individuos no equivale a la unidad política y la democracia directa no puede ofrecernos más que eso. El proyecto común debe incidir en la comunidad, no en los intereses individuales, dispersos. Tal es mi concepción que, de hecho, ni siquiera me atrevería a afirmar que hay algo así como la voluntad común unificada antes de que haya representación; y no hablo acá sólo de representantes como los conocemos, sino también al hecho que si cada cual votara como el ciudadano que representa, es decir, votara en su calidad de ciudadano y no motivado por sus propios intereses individuales, más fácil sería llegar a consenso en pos de la comunidad. Creo firmemente que el proyecto común no surge de la mera expresión de singularidades.

Sin embargo, no es mi objetivo en este punto defender la democracia representativa, sino más bien revisar una de las críticas que se han esgrimido durante las últimas asambleas, en especial respecto al cierre de semestre, y mostrar que éstas no caben en el sistema político que tenemos. Tal es el caso, cuando se cuestiona, por ejemplo, que quienes no participan constantemente de la organización democrática de la facultad vayan, voten y ganen una propuesta levantada en la asamblea. Como si la posibilidad de decidir estuviese atada a la participación. Esto es, francamente, no entender la forma de participación que hemos escogido.

Puesto que, como he dicho, la democracia directa prioriza la individualidad sobre la comunidad es que no cabe hacer una crítica como ésta. La participación o no dentro de la organización directa no funciona como crítica moral (puesto que no estamos conformando unidad moral); todo quien quiera ir libremente y expresar su intención respecto a cualquier tema, puede hacerlo. Basta con que sea del grupo de votantes aceptados (estudiante de pregrado de la Facultad de Filosofía y Humanidades) para dar rienda suelta a sus intenciones más personales y a su voto motivado sólo por ellas. No es juzgable, porque es intrínseco a la organización que escogimos. Cabe destacar que no estoy haciendo una apología moral de tales participaciones; sino sólo defendiendo que porque tenemos democracia directa en nuestra base organizativa es que tienen pleno derecho de hacerlo.

La creencia, sumamente infundada, de que la partipación directa en asambleas o actividades de la facultad permite la invalidación o ponderación negativa del voto de quienes no lo hacen; no responde sino a un dogmatismo con el cual, quienes comparten, se reconocen a sí mismos desde una patética superioridad moral que les permite decir “estamos los que estamos porque somos los que están interesados”. Con esto, sólo presuponen la unidad que no tenemos ni nos hemos esforzado por construir. Esto les hace creer que pueden ignorar al resto, sólo porque son visibles para quienes comparten sus nociones. Con todo esto incurren en uno de los vicios más importantes de la democracia representativa: creer, por ejemplo, que la totalidad de quienes apoyan el cierre de semestre están en contra del movimiento estudiantil es exactamente lo mismo, al menos en forma, que pensar que a la totalidad de los jóvenes que no están inscritos para votar en realidad no les interesa la política.

Podemos hacer extensiva la misma crítica a quienes dicen “que los que quieren cerrar el semestre sean los que se movilicen ahora, ya que piensan que se puede compatibilizar con las movilizaciones; y así nosotros que llevamos movilizados cuatro meses, podamos cerrar el semestre tranquilos en estas dos semanas”. No ahondaré mayormente en ello, pero insistiendo en el punto de que la democracia que tenemos permite que cada cual vote y haga lo que le plazca, incluso si su voto está motivado sólo por su propia conveniencia; nadie tiene porqué actuar conforme a las exigencias de otros. Son los otros los que se abogan activismo, son ellos los que deben asumir su decisión con costos y beneficios. Nadie tiene obligación institucional o moral de responder al sacrificio que decidieron hacer con plena autonomía. Nadie debe compensarlos, ni agradecerles.

Con todo, pienso incluso que quienes no quieran comprender y aceptar que toda opción elegida trae en ella vicios y virtudes, y que al optar se acepta lo que de ella gusta y lo que no; realmente no han aceptado la democracia directa por una cuestión de principios, sino porque hasta ahora les ha sido funcional. No es lo que la ética les obliga a hacer, sino lo que el ámbito más sucio de la política les ofrece. Es eso lo que hemos decidido alimentar: algunos con falsa retórica popular, otros entregándoles en bandeja el espacio para que hagan con él lo que plazca, es decir, lo que responda sólo a sus intereses personales. Esta es la única razón por la cual aún hay espacio para que las decisiones tomadas en asambleas con plena legitimidad, como la del miércoles 21 de septiembre, se reevalúen sin esgrimir más argumentos que “no es justo que eso lo hayan decidido quienes sólo vienen a votar” o “con miras al contexto nacional”, pues somos tan chaqueteros con nuestra propia organización que la percepción del movimiento a nivel nacional que tengan unos cuantos sujetos los empodera para ignorar la decisión de una asamblea con más de trescientas cincuenta personas.

No aboguemos más el derecho de hablar por el pueblo, por el estudiantado o lo que crean que representan con sus palabras. Toda vez que alcen la voz, no hablarán más que desde cada uno de ustedes, no hablarán por nadie, ni en el lugar de nadie. Cuando se acepta una democracia como ésta, nadie habla por las bases, realmente todos quieren ser únicamente dirigentes.

Como creo firmemente que el argumento de “¿por qué no lo hicieron antes?” en política no corre (puesto que no hacerlo antes no quita que no podamos hacerlo ahora). Los invito pues a replantearse lo acá expuesto: mientras no comprendamos, plenamente, que la situación en la que nos encontramos es precisamente la única que puede ofrecernos la organización estudiantil que tenemos, seguiremos generando polarización de intereses y restaremos al espacio de la asamblea toda posibilidad de diálogo fructífero en un futuro. No comprender todo lo dicho hasta acá nos ha significado la pérdida absoluta de legitimidad y la imposibilidad de mirarnos a los ojos y saber que al otro le importa lo que digo y viceversa. 
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viernes, 23 de septiembre de 2011

Filosofía y lucro, Platón contra los sofistas

Por Benjamín Ugalde. Académico del departamento de Filosofía de la Universidad de Chile

El problema del lucro en la educación es un problema muy antiguo. Los griegos enfrentaron nuestras mismas dificultades durante su apogeo en el siglo V antes de la era cristiana.

El problema es básicamente el mismo -guardando por supuesto la distancia en el tiempo: ¿es o no moralmente aceptable lucrar, o comerciar, con la educación y el conocimiento humano? Y tal como hoy, en ese entonces hubo al menos dos respuestas. Una, la respuesta de los sofistas, profesores de educación superior para los ciudadanos griegos que deseaban obtener más y mejores herramientas para desenvolverse en la agitada vida de la polis. La otra, la de Platón, el filósofo moral y político que acusó a los sofistas de meros “comerciantes de sabiduría”.

La filosofía ha reflexionado desde antiguo, pues, acerca del problema del lucro y la ganancia económica que puede obtenerse legítima, o ilegítimamente, a costas del conocimiento y su enseñanza. Bastaría leer algún diálogo de Platón o algunos fragmentos de los sofistas para darse cuenta de que este es un problema desde los propios orígenes de nuestra cultura occidental.

Sin embargo, para poder comprender mejor esta disputa filosófica de Platón contra los sofistas debemos preguntarnos antes: ¿quiénes fueron en realidad estos “sofistas”? Ellos fueron pensadores muy especiales, históricamente irreplicables. Los sofistas sólo son comprensibles en el contexto de la cultura griega y el surgimiento de la vida política, no es correcto intentar equipararlos con ninguna otra figura histórica ni pasada ni actual. Es preciso clarificar, además, que los sofistas son los legítimos herederos de la filosofía griega jónica e itálica. Ya ha sido largamente desenmascarado por muchos filósofos e historiadores (Hegel, Grote, Nietzsche, Zeller, Jaeger, etc) el prejuicio, fundamentalmente platónico, de considerar a los sofistas como “fuera de la filosofía” o como “no-filósofos”, un prejuicio que tiene que ver justamente con la forma en que Platón entiende el conocimiento y la verdad. Es necesario comprender, también, que los sofistas fueron -podríamos decir “por fuerza mayor”-, pensadores prácticos. Por fuerza porque, como la mayor parte de los intérpretes señalan (Jaeger, Guthrie, Kerferd), debieron enfrentar una realidad distinta a la apacible vida colonial de un Tales, un Anaxímenes o un Anaximandro; al contrario, los sofistas se vieron enfrentados a una ingente vida política fruto del fulminante desarrollo del modelo de la polis griega.

Por tanto, los sofistas tuvieron que enfrentar el desafío de sintetizar y organizar la tradición del pensamiento filosófico para renovarlo al amparo de la realidad política del siglo V. Ese desafío fue encarado desde un pensamiento que podríamos denominar “pre-metafísico” en donde lo efectivo, lo “real”, es el éxito político, la victoria discursiva y el poder (principalmente militar y económico). La filosofía, el conocimiento y la ciencia devinieron, así, en armas para el éxito político de los ciudadanos. Excelencia (areté) no sólo en el decir (legein) sino también en el hacer (prattein), tal como desde Homero (prattein kai legein), excelencia buscada tanto en el gobierno de lo privado (idion) como de lo público (koinón).

Por ello, los sofistas concibieron la educación como la transmisión de una filosofía práctica que debía ser remunerada. El sofista obtenía un justo lucro con su conocimiento, pues el educando usufructuaría de este conocimiento en el futuro. Así lo atestigua la célebre anécdota de Protágoras con su discípulo Evatlo, quien no tenía el dinero para pagar por adelantado sus enseñanzas. Se cuenta que Protágoras dijo en esa ocasión a su alumno: “cuando ganes tu primer litigio pagarás mis honorarios”. El resto de la historia no viene al caso aquí, pero lo que es evidente es que el sofista consideraba legítima su remuneración -y esto es importante- no sólo como un legítimo sustento para su vivir, sino como una paga por la utilidad que este conocimiento prestaría en el futuro a quien lo recibía.

Platón, en cambio, representa un giro fundamental en el problema del conocimiento y la educación filosófica. Quizás no sea exagerado señalar que Platón fue el filósofo que generó el cambio más radical en el pensamiento griego, y probablemente en la historia de la filosofía, al punto de que seguimos siendo hoy, en muchos aspectos, profundamente platónicos.

El filósofo ateniense considera la verdad, el conocimiento y la ciencia de una manera casi atávica, por cierto, muy distinto a como lo hacen los sofistas. Para Platón el conocimiento es “sagrado” y está en relación con lo divino. La ciencia tiene un valor per se, y su dignidad es superior, ella no puede ser objeto de comercio ni transacción alguna. El valor moral del conocimiento es completo, por lo tanto no puede ser valuado económicamente. Lucrar con el conocimiento, como hacen los sofistas, es visto por Platón como un asunto no solo de “mal gusto”, sino también inmoral e indigno precisamente por el valor que el conocimiento y la verdad tienen por sí mismos. 

Ahora bien, cabe preguntarse ¿por qué tal distancia entre una concepción como la de Platón y otra como la de los sofistas? ¿Dónde se produce el abismo entre una visión y otra? En el hecho de que para los sofistas el conocimiento no es algo por sí mismo valioso o digno, sino que es una construcción humana, que tiene que ver con ciertas visiones de la naturaleza, la “realidad”, y la vida política. Este conocimiento no tiene un sustrato divino (los sofistas eran ateos) ni tampoco moral (fueron ácidos críticos de las costumbres). Platón, en cambio, considera que el conocimiento tiene un sólido sustrato moral, recuérdese que su maestro, Sócrates, decía: “sólo se obra mal por ignorancia”, esto es, que el conocimiento posee intrínsecamente la cualidad de transformar nuestro actuar en “bueno”. Así también, Platón asigna un sustrato divino al saber. “La divinidad es la medida de todas las cosas” decía por ejemplo nuestro filósofo en su Politeia, República, satirizando así la célebre tesis del homo mensura de Protágoras (“el hombre es medida de todas las cosas”).

Así pues, es Platón quien instaura en occidente, para siempre, la noción de que el conocimiento no puede ser sujeto de transacción económica, a causa de su valor moral y divino. Por ello, podemos denominar a esta una concepción metafísico-sagrada del conocimiento. Cabe preguntarnos: ¿cuántos de nosotros no seguimos siendo profundamente platónicos en este sentido? Los sofistas, en cambio, no habían asistido aún a esta inversión platónica del valor del conocimiento (si se me permite parafrasear a Nietzsche) y por tanto no lo concebían sino como una manera de adentrarse en “la naturaleza” de las cosas y como una forma de filosofía práctica para la vida ciudadana.

En fin, esta pequeña reseña histórica intenta dar a pensar el problema del lucro en la educación en relación a la filosofía y el conocimiento. Tal vez, el verdadero problema no está en la moralidad o inmoralidad del lucro, sino en nuestra moralizante concepción del conocimiento, la verdad y la educación que heredamos de Platón.
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sábado, 17 de septiembre de 2011

El 18 de Septiembre no hay nada que celebrar. Nada.



Por Seryho Astudillo Espinoza. Estudiante pregrado de Historia de la Universidad de Chile.


Estamos en septiembre y todo el país se regocija con las fiestas patrias, viviendo su chilenidad en todas las celebraciones y tradiciones populares existentes. Al parecer, todos sienten que el patriotismo toca sus pechos y se dejan llevar hasta los años primigenios de nuestro país, para recordar aquel 18 de septiembre de 1810, en el cual la formación de la primera ‘junta nacional de gobierno’ lanzó a nuestro pueblo al camino de la libertad, para luego cuestionarse la celebración pues el acta de independencia fue firmada el 12 de febrero de 1818, creyendo darse cuenta del error histórico y reírse de ello. Sin embargo, creo que el error es otro. 

Desde que mis abuelos iban a la escuela –que por supuesto, no terminaron- se nos enseña la historia de Chile a través de los grandes acontecimientos, resaltando a los hombres importantes, memorizando esos datos como si fueran una verdad revelada, lo que a la larga termina por aniquilar nuestro gusto por la historia. Justamente, esa es la idea. No quieren que sepamos la verdadera historia del pueblo chileno, que conozcamos experiencias históricas donde el pueblo ha estado a punto a vencer y cuando ha vencido, que aprendamos de los errores del pasado, que entendamos cuándo comenzamos a ser los dominados. ¿Por qué no? Para que jamás seamos libres.

La historia de la ‘independencia’ de Chile es una historia de hombres con poder en el sistema administrativo, adinerados, con títulos universitarios, altos mandos militares y grandes terratenientes, cuyo proyecto político era salirse de la dominación española no para liberar al pueblo, sino que para asegurar el poderío económico que habían comenzado a construir en el siglo anterior; es la historia de Toro y Zambrano, Carrera, O’Higgins, Rodríguez, Portales, etc. Es resumen, es una historia de la élite chilena, no del pueblo chileno. Cuando en los textos escolares se habla de que el pueblo convocó a un Cabildo Abierto -al que asistieron un poco más de trescientas personas- no se refieren al verdadero pueblo (o bajo pueblo), sino que a los que eran considerados ciudadanos; una minoría que, por lo menos, debía saber cómo leer y escribir. Pero, ¿qué pasaba con la inmensa mayoría (cientos de miles) que no sabía leer ni escribir? En esta historia de Chile no existen mujeres, campesinos, indígenas, mineros, bandidos, pescadores, pequeños comerciantes ni todo el mundo que acudía a las chinganas, como se les llamaba a las ramadas o fondas de ese tiempo.

Todos los años se nos enseña una historia que no nos pertenece, que no nos representa, que jamás ha sido nuestra historia, pues no somos la élite. A pesar de identificar el problema, la educación formal sigue siendo un mecanismo de dominación, ya que el mal está institucionalizado a través de varias formas: currículo escolar; prueba SIMCE, PSU, etc. Con esto, nos condenan a tener que memorizar una historia que no es nuestra, pues los ‘buenos’ resultados dependen de ello. Lo mismo pasa con un profesor que quiera enseñar nuestra verdadera historia; no puede, pues tiene exigencias curriculares que no admiten desvíos en los contenidos, porque de eso depende que el colegio se gane un par de bonos en su respectiva comuna por ‘excelencia académica’, encasillando los conocimientos del docente sólo a fechas, nombres, datos duros, estrujando constantemente su vocación hasta que el sistema educativo termina por aniquilar su gusto por la enseñanza, y como consecuencia, el gusto de los estudiantes por la historia.

Desde la década de los ’80 que se han producido muchos textos sobre la historia del mundo popular, de nosotros, el verdadero pueblo, pero ésta se ha quedado estancada en el mundo académico, en las bibliotecas universitarias, en un lenguaje hecho para las élites intelectuales (por ejemplo, la llamada Nueva Historia Social, cuyo exponente más conocido es Gabriel Salazar) y no ha llegado a donde pertenece: al pueblo chileno. Es por todos los motivos anteriores que tenemos mucho trabajo que hacer. Somos el pueblo de Chile, y como tal, debemos re-hacer nuestra propia historia, re-conocer cuál es nuestra identidad y re-orientar hacia dónde va dirigida (para eso existe la educación popular), para que no vuelvan a dominarnos, a contarnos una historia que jamás nos perteneció, y menos, que terminemos celebrándola, pues así jamás seremos verdaderamente libres.



(Seryho nos ha dejado su mail por si quieren debatir o simplemente contactarlo, es: seryho_1011@hotmail.com)


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miércoles, 14 de septiembre de 2011

¿Qué profesión profesamos los profesores en tiempos de crisis educacional?


Por Raúl Villarroel. Académico del departamento de Filosofía de la Universidad de Chile.

Hace poco tiempo concebí algunas de estas mismas ideas que ahora comparto con otros fines y movido por distintas circunstancias. Supongo que la escena de crisis del sistema educacional que hoy en día nos ha tocado tan de cerca podría otorgarles un nuevo sentido y hasta quizás un nuevo valor.

En una conferencia pronunciada en 1998 en la Universidad de Stanford, California, titulada “La Universidad sin condición”, Jacques Derrida señalaba que la universidad hace profesión de la verdad; declara y promete un compromiso sin límite para con la verdad. Y aunque el estatus y el devenir de la verdad, al igual que el valor de la verdad, dan lugar a discusiones infinitas, sobre eso es, precisamente, sobre lo que se discute, de forma privilegiada, en la Universidad y con mayor razón en las facultades de Humanidades. De acuerdo con ello, en principio, según su vocación declarada y la esencia que profesa, a la Universidad le cabría “seguir siendo un último lugar de resistencia crítica –y más que crítica– frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos”.

Esta consideración implica, por cierto, una presunción de la que el filósofo es consciente: la de que existe algo así como una “esencia propia de la universidad soberana” y, más específicamente, una que concierna a las Humanidades; que es lo que, en definitiva nos puede interesar a nosotros también en esta breve reflexión. En relación con ello, podemos señalar que nos preocupan varias situaciones que, suponemos, han venido desencializado a la Universidad, porque, a nuestro juicio, le han impuesto lógicas foráneas y contrapuestas a su más auténtico carácter. Y nos preocupa esta situación porque la Universidad sería para nosotros ­–si admitimos el supuesto– esa “«causa» autónoma, incondicionalmente libre en su institución, en su habla, en su escritura, en su pensamiento”, que creemos y sentimos desvinculada por naturaleza de todo interés mercantil, como el que hemos rechazado tan enfáticamente durante los últimos meses.

Ahora, este pensamiento y esta escritura tan propios de la universidad –del que nos habla Derrida–, no son cualquier pensamiento o cualquier escritura, ni tampoco simples archivos o producciones de saber, “sino, lejos de cualquier neutralidad utópica, [se trata de] unas obras performativas”, es decir, de unas actuaciones que exceden con creces, por sus consecuencias y resultados, a lo comprendido en el puro espacio virtual del conocimiento teórico. Se trata más bien de esa “profesión” que identifica a las Humanidades en el contexto de la Universidad, entendiéndose que dicha expresión de origen latino alude al acto de “declarar abiertamente, declarar públicamente”, como señala el pensador francés. ¿Qué quiere decir, entonces, “profesar” para nosotros? debiéramos preguntarnos en estos momentos difíciles. ¿A qué “profesión” nos hemos consagrado como comunidad dedicada al cultivo y al desarrollo de las Humanidades, a los saberes acerca del Hombre? ¿Qué sería aquello que hemos declarado abierta y públicamente como nuestro compromiso institucional? ¿Qué es lo que nos permitiría definirnos más adecuadamente y enfrentar con propiedad y convicción los acontecimientos presentes?

Y es que la declaración de quien profesa es una declaración performativa, porque compromete mediante un acto de fe, porque constituye “un juramento, un testimonio, una manifestación, una atestación o una promesa”. En el sentido más profundo del término, se trata de un compromiso, claro está. Agrega Derrida: “«Hacer profesión de» es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole al otro que crea en esta declaración bajo palabra”. O sea, se profesa prometiendo, se es “profesor” en tanto se promete responsablemente, abiertamente, públicamente, más allá del carácter tecnocientífico y erudito que también define a nuestra actividad; mucho más allá de la dimensión de scholars en la que podría situarnos la división del trabajo prevaleciente en la era de la globalización. Derrida nos lo ilustra así: Philosophiam profiteri es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo, practicar o enseñar la filosofía de forma pertinente, sino comprometerse, mediante una promesa pública, a consagrarse públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar testimonio, incluso a pelearse por ella” (el destacado es mío).

En consecuencia, si por nuestra calidad de profesores universitarios de la principal y más antigua Universidad del país -y en nuestro caso de una Facultad consagrada al cultivo de la Filosofía y las Humanidades- hemos profesado públicamente nuestro compromiso con “la búsqueda del bienestar de los chilenos, mediante el avance del conocimiento y la defensa de sus derechos” –como afirmaba nuestro Rector Víctor Pérez en las palabras iniciales de un Informe público en el mes de noviembre de 2009–; y si este sueño de los universitarios es un sueño compartido con grandes sectores de la sociedad chilena, que nos ven más allá del carácter tecnocientífico que define a nuestra actividad, es decir, “no sólo [como] un plantel educacional, sino, también, [como] un referente de la República donde cristalizan las aspiraciones de lo mejor de la juventud”, parece enteramente impresentable que estemos cediendo nuestro modus vivendi a la diseminación de una cultura bizarra que entroniza un plexo de valores tan radicalmente distante de nuestro ethos institucional, al mantenernos meramente expectantes respecto de lo que acontece y mina crecientemente nuestra identidad más preciada.

Ante semejante estado de cosas, debemos ser capaces de defender la cultura universitaria más auténtica y frenar el avance de un sistema excluyente que se funda en la inequidad, y que impone soterradamente una violencia a la que podríamos calificar de “virulencia”, en el sentido de que constituye una violencia viral, que no opera de modo directo, sino por contigüidad y contagio, y genera toda una reacción en cadena que aherroja también a nuestros jóvenes estudiantes sumiéndolos en el endeudamiento y la desesperanza; y que tiene como objetivo, ciertamente, acabar con nuestro sistema inmunitario de valores universitarios y públicos. Se trataría, como ha dicho Baudrillard, de una violencia diversa de la violencia histórica y política, se trata de una virulencia que opera por un exceso de positividad, que se asemeja a las células cancerígenas, que proliferan al infinito a través de sus excrecencias y metástasis y ante la cual no hemos respondido hasta ahora más que con lenidad.

Por ello, en este momento parece urgente que reconozcamos en nosotros mismos la constelación psicológica del desgano que nos ha dominado y resistamos a ese “demonio meridiano” de la acedia (acidia) y la pussilanimitas (el “ánimo pequeño”) -usando expresiones de Agamben-, que nos embarga e impide reaccionar oportuna y adecuadamente. Deberemos sobrepasar nuestra propia tendencia a permanecer incólumes mientras la desintegración nos alcanza cada vez más de cerca. Deberemos evitar caer en la desperatio, “la oscura y presuntuosa certeza de estar ya condenados por anticipado y el hundirse complacientemente en la propia ruina”. Deberemos ser capaces de asumir el liderazgo y una mejor conducción de los procesos comunitarios de nuestra institución, que como profesores nos corresponden –mandatados por la sociedad y el Estado­– y que no estamos cumpliendo a cabalidad cada vez que tomamos palco ante la imposición de las lógicas tecnomercantiles sobre nuestro ámbito más propio. Deberemos erradicarlas definitivamente si es que de verdad compartimos “el compromiso de preservar la Universidad de Chile como una universidad pública y nacional y un referente intelectual y cultural de la Nación al servicio de nuestra sociedad”, como queremos todos que sea.
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domingo, 11 de septiembre de 2011

"Tengo que escribir una reflexión sobre una temática libre…"

Por Cristián Gutierrez Villaroel. Estudiante Pregrado Filosofía de la Universidad de Chile.

Tengo que escribir una reflexión sobre una temática libre; es además un acto voluntario y lo haré pues en este momento no tengo nada apremiante por hacer. Pues bien, entonces libremente voy a tomar en cuenta estas mismas condiciones para decidir sobre qué voy a escribir: (1) si la temática es libre entonces escribiré sobre algo que sea de mi agrado; (2) si se trata de un acto de mi voluntad, me esforzaré por ser voluntarioso en hacerlo; y (3) si lo haré porque en este momento no tengo nada apremiante por hacer, pues, entonces aprovecharé este momento para averiguar qué me tiene dispensado de los deberes que por estos días, en circunstancias normales, habría tenido que cumplir. A ver si, de pasada, esto me lleva a otros asuntos y pueda terminar esta reflexión de uno u otro modo conforme.

Resulta que de pronto puedo ver, gracias a esto, que no consideré –o en verdad, no conscientemente– la circunstancia más inmediata que condicionaba esta reflexión: el que sea universitario y esta opinión esté siendo requerida por estudiantes de mi universidad. Me doy cuenta de que lo asumí inconscientemente al ver que sin embargo escogí un tema relacionado con la universidad, puesto que ¿qué deberes habría tenido en circunstancias normales y de los cuales estoy dispensado por estos días? Nada más que estar yendo a clases. Porque me resulta evidente que no estoy en vacaciones, me lo atestigua mi cansancio. Y es que estando unos tres meses en estado de alerta permanente y expectante por lo que fuera a decirse, prohibirse, provocarse, declararse o detonarse de un momento a otro, me fui debilitando sin darme cuenta, y a muchos les cae en gracia cuando les describo mi estado de ánimo como “desequilibrado”, a veces crítico y en creciente sopor e insensibilidad. Y me parece natural estar así, ya que gusto de tener una rutina y concentrar mi lucidez, mas, cuando pierdo el objeto de mi concentración, los imprevistos que antes ignoraba desfilan ante mí distrayendo mi atención con excesiva facilidad. Pues entonces, si por el contrario tampoco estoy yendo a clases, ¿a qué se deben estas circunstancias tan extrañas? Acepté esta invitación a reflexionar con la intención de averiguarlo y compartir lo que fuese que consiguiera con ello, pero ¿por qué al fin y al cabo me tienen mis compañeros de universidad reflexionando sobre algo en estas circunstancias? Puede que en realidad todo esté relacionado. La cuestión es cómo.

No estoy yendo a clases ni estoy en vacaciones, no tengo deberes apremiantes ni descanso. Estando de vacaciones, mi estado de ánimo dependería simplemente de cuán a gusto esté. Pero hoy me mantengo en un estado de ánimo que no puedo prever hacia dónde se dirige, pues ya no depende principalmente de mí, como lo sería en circunstancias normales. Y sin embargo, cuando veo hacia atrás de dónde viene, me encuentro con que hasta hace un tiempo había estado vigoroso. Pero insisto en que no puedo saber qué hizo que se debilitara, porque no dependía de mi. Recuerdo, sí, haber estado un tanto agitado además de en estado de alerta, según ya dije. Estuve muy atento a cualquier tipo de noticia. Incluso volví a escuchar y apreciar la radio, como no hacía desde la infancia. Compré los periódicos, y dije que los guardaría con alegría para la posteridad. En todo esto me encontraba siempre con profesores de mi Facultad, además de verlos por supuesto en conferencias, manifestaciones y asambleas. Lo que fue sucediendo encendió la llama de todo mi interés en un lugar distinto del que estaba y del que se resistía a dejar hasta ese momento. Pues en efecto, yo no estaba de acuerdo en dejar las clases, pero con el paso de los días, además de asumir mi deber de respetar las decisiones del Centro de Estudiantes, fui notando cómo cobraba sentido esta nueva situación, de no estar yendo a clases ni estar en vacaciones. Cobraba sentido en su conjunto, y lo hacía frente a mi interés ávido y expectante. Hay cosas que no había percibido hasta entonces y que no olvidaré. Ellas forman parte de mi propia experiencia, pero estoy seguro de que muchos jóvenes y no tanto, también han sentido cómo en verdad forman parte de algo que es dinámico y está ahí, aún con demasiado por hacer. Pero en este momento escribo desde un estado en decadencia, causa de los factores que ya nombré, entre otros múltiples semejantes. ¿Qué o quién me tiene fuera de clases sin estar en vacaciones? Y si la respuesta a esto resulta escurridiza, no me sorprende tratándose de tan extraña pregunta. Pues son extrañas las circunstancias que la permiten, y a ellas no pueden responder más que causas poco claras. ¿Cómo fue que cobró un sentido ante mis ojos haber dejado la sala de clases, estando todavía en desacuerdo con ello? ¿Y qué sucede, que mientras yo pude enterarme por mi mismo de lo que venía sucediendo en mi propia universidad desde hace décadas, muchos otros han venido a enterarse bajo estas circunstancias, en que a todos de pronto ha interesado? ¿Y a qué razón responde que el movimiento de los estudiantes haga que millones de personas se sientan identificadas con su audacia y agudeza? ¿Por qué razón resulta necesario que un grupo de muchachos ponga en riesgo su vida por voluntad propia, simplemente por creer que los más pobres de su país son merecedores de una educación que los segregue menos del resto de la sociedad? ¿Por qué sólo en estas circunstancias me resulta posible ver a los profesores e intelectuales no sólo en la sala de clases, sino también en los medios de comunicación discutiendo temas de contingencia frente a todo el país? Para cada una de estas preguntas hay raíces profundas, pero si en cada una de las circunstancias que ellas encierran hubiese habido un poco de razón, ninguna de ellas habría tenido que formularse.

Si algo me tiene fuera de clases sin estar en vacaciones, sólo puedo respondérmelo con una pregunta: ¿puede la universidad funcionar siendo objeto de dos fuerzas contrarias al mismo tiempo? Pues ¿cómo resulta posible que siendo la universidad el lugar propicio de reflexión para la sociedad, ella misma me haya incitado a actuar, no sin sentido común y además con mucha lucidez, pero privándome de poder seguir cosechando aún los rudimentos de sus fértiles dominios? ¿Cómo? Sólo por extrañas circunstancias.
¿Por qué –me pregunto por última vez– me tienen en estas circunstancias reflexionando sobre cualquier cosa…? Aunque, pensándolo con más detenimiento, creo que para esto sí puede haber una sola y clara respuesta. Después de todo, ¿acaso no se trata de la universidad? De una comunidad de individuos que, a pesar de todo, me incitaron a reflexionar permitiendo que pudiera compartir esa reflexión y que así otros quizá dialoguen con ella. Parece coherente entonces que si allí afuera se lleva a cabo tamaña discusión sobre los destinos de nuestra educación, la universidad esté capacitada para abordarla desde sus cimientos, pues ella en su actividad posibilita la reflexión y promueve la discusión. De este modo me parece que, aunque suele decirse que la solución es una sola, siempre serán dos, para todos, las posibles respuestas:


revolución o reflexión.


Y si estas dos llegan a entrar en conflicto dentro de la propia universidad, habrá que pensar entonces, cuál de ellas hay que usar para darle solución.
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martes, 6 de septiembre de 2011

La Educación de Mercado


Por Mauricio Folchi. Académico del departamento de Ciencias 
                        Históricas de Universidad de Chile.


Un país puede permitir que las personas decidan 
libremente si consumen o no, un helado, un 
televisor o cualquier otro bien de consumo. 
Pero no puede permitirles que decidan 
libremente si quieren educarse o no, porque el 
interés general del país exige que lo hagan. Esa 
es la justificación de la obligatoriedad de la 
enseñanza que rige en Chile desde 1920 —para 
la educación primaria— y desde 2003 para 
educación secundaria. 

Respecto de la Educación Superior, no existe 
esta obligatoriedad, pero se puede aplicar el 
mismo principio: el país necesita que una buena 
parte de su población tenga formación superior 
de calidad, ya sea técnica, profesional o científica. 
Y, consecuentemente, este debe se un objetivo 
país. Por otra parte, la Educación, al igual que la 
Salud, ha llegado a constituirse como un 
derecho de todo ser humano —un bien 
público— al que todos debemos tener acceso, 
independientemente de nuestra capacidad 
adquisitiva o del valor de nuestros activos. 

Pretender que sea el Mercado y no el Estado el 
encargado de proveer satisfactoriamente este 
bien público significa no entender cómo 
funciona el Mercado. Lo que el Mercado puede 
hacer es asegurar una oferta educativa acorde a 
una demanda educativa efectiva, pero sólo en 
cuanto a la diversidad de títulos y cantidad de 
matrículas ofrecidas. Y eso es lo que ha pasado 
en Chile desde 1980, con una expansión 
sostenida de la Educación Superior, pero en 
unas condiciones muy insatisfactorias desde el 
punto de vista de las necesidades del país y del 
ejercicio del derecho a la educación. 

Hoy, en Chile es perfectamente posible, que un 
joven de familia modesta, muy mal formado por 
el sistema escolar público, cumpla el sueño de 
estudiar en la universidad. Para eso, encontrará 
fácilmente cupo en una universidad privada y 
financiamiento en la banca privada. Pero, para 
él y su familia será difícil hacer una elección 
académica y financiera rigurosa. La publicidad 
consigue su objetivo. Al final, este joven mal 
preparado y endeudado recibirá una formación 
académicamente deficiente, pero un título válido, 
gracias al cual, difícilmente encontrará un 
trabajo que pueda desempeñar de buena manera, 
gracias al cual realizarse y contribuir al desarrollo 
del país. 

Esa es la forma en que el Mercado satisface las 
necesidades sociales. Oferentes y demandantes 
llegan a un acuerdo aceptable para ellos, pero 
que no necesariamente resulta satisfactorio en 
cuanto a las necesidades del país y al ejercicio 
del derecho a la educación. Desde este punto de 
vista, la Educación de Mercado es un fracaso o, 
para decirlo en términos que el presidente pueda 
entender, la Educación de Mercado produce 
externalidades negativas inaceptables, que le 
hacen daño al país: familias endeudadas; legiones 
de profesionales y técnicos mal formados; 
condiciones de desigualdad perpetuadas. 

¿Cuál es la solución? Un sistema de educación 
superior de excelencia, financiado por el Estado 
—no por los estudiantes— al que cualquier 
persona con vocación, capacidad e interés pueda 
acceder en condiciones de igualdad. 



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jueves, 1 de septiembre de 2011

Propuesta indecente y apurada al problema educativo


                                               Enviado por William Tapia Chacana. Estudiante pregrado Filosofía de la Universidad de Chile.


-Esto fue escrito el 10 de agosto de 2011- 
Hoy en día solo vemos dos posiciones antagonistas, una la promovida por el gobierno que solo promueve el perfeccionamiento del sistema ya establecido, es decir, perfeccionan el negocio de algunos pocos respecto de la educación, añadiendo algunas mejoras que han sido propuestas por el CRUCh, pero no de los estudiantes. En ello cae la famosa superintendencia; regulación de lobby por medio de una pronta ley a enviar; castigos monetarios para aquellas universidades que no respeten la mentada calidad; y una que otra reforma constitucional que solo responde a proteger la iniciativa privada en educación, complementando la supuesta libertad de enseñanza que declara el artículo 19 n° 11 de la constitución, y que garantiza el recurso de protección.
No hay propuestas que hayan sido tomados de la propuesta del alumnado, solo menciones pequeñas y estúpidas a alguna de sus inquietudes...¿querían acceso? fomentaremos más el endeudamiento aumentando las becas y los créditos...¿cómo bajaremos la tasa de interés del crédito con aval? abriendo a la participación para que más agentes de financiamiento entren a proporcionar créditos, así por competencia tendría que bajar la tasa...¿querían enseñanza escolar desmunicipalizada? pues crearemos figuras jurídicas nuevas, de corte institucional, y que rendirán cuentas a la superintendencia, ¿cómo las castigaremos si no dan educación de calidad? al igual que con los alimentadores del transantiago, les reduciremos el sueldo....todas las respuestas entran en la lógica de las divisas, pues claro, todo se maneja en ese sentido con dinero. Pero antes había dicho que las respuestas son imbéciles, pero con justa razón. No es la idea que la educación sea gratuita para todos, ya que no me gustaría ver que aquél que tiene dinero pueda entrar gratis a educarse. Al menos los dos o tres primeros quintiles debería ser gratis, y de hecho el gasto sería realmente muy menor pues no muchos de clase D y E o qué sé yo entran a la universidad. A los demás, darles un crédito único, o becas, pues el que hayan diferentes créditos que dependen de la banca deja espacio a abusos, y sobreendeudamiento al estado, como ya han dicho varios estudios.
El problema de la enseñanza municipal no es que sea municipal, sino que la administración y el patrimonio de las municipalidades dependen de ellas mismas y no le rinden cuentas a nadie. Está claro que a partir de eso, más encima, los presupuestos para una comuna u otra son diferentes. Que la educación vuelva a control del estado implicaría de todas maneras, crear más puestos burocráticos, haciendo menos moderno el andar del aparato público. La idea entonces es que las municipalidades, al menos a nivel de educación, y el presupuesto comprometido en ello, deba dar cuenta a la superintendencia, y que el presupuesto sea equitativo en cada comuna según población, tratando de no reflejar las diferencias sociales que siempre se notan. La creación de estas nuevas figuras jurídicas lo único que hace es crear más puestos burocráticos que hay que pagar, aumentando la deuda del estado.
Por último, el temita que más me da escozor es el de los castigos previstos a la "no calidad". Está claro que con la garantía de tener que mantener un sistema mixto, como se promueve en el GANE lo único que se hace es que el estado no pueda cerrar los colegios o universidades que no cumplan con la calidad, y para que decir aquellas que lucren. Los incentivos monetarios son buenos para promover el avance, pero no son buenos para desincentivar la mediocridad, pues aunque castigue a la universidad o colegio con menos dinero, fácilmente ellos mantienen sus negocios pues demanda siempre habrá, y para peor, las ayudas estudiantiles no pueden cesar, por lo que de todas maneras se comprometen recursos públicos para el negocio. La única manera de por ejemplo, seguir la lógica de no cerrar las universidades o colegios que sean malos, para respetar la libertad de enseñanza y demás jodidas, es simplemente no permitir el lucro. Si las universidades y colegios no pueden lucrar, incluido que no se les proporcione recursos públicos a menos que no lucren por medio de las ayudas estudiantiles, las instituciones de mala calidad se irán pronto, pues el negocio se les cae de una manera u otra, ¿quién mantendría una universidad si no puedo lucrar con ella ni recibir recursos públicos? las únicas que lo harían serían aquellas si quieren promover un proyecto institucional sólido.
Por último, pero de verdad lo último, el tema de democratizar las universidades es totalmente desproporcionado. Los pueblos ganan sus democracias con lucha y dedicación, convenciéndose de que ése es el camino que quieren. No entiendo cuál sería la idea de promover que la U Andes por ejemplo se maneje con participación de todos los estamentos si ellos tienen un pensamiento distinto. Es como ser EEUU y decir "quiero promover mi visión de la democracia en donde yo quiera" y por ello justificar una invasión a un lugar que no tenga el mismo pensamiento o la misma cosmovisión, eso sería imponer una visión por sobre la otra sin que haya un debido diálogo.
Perdonen si me extendí, pero creí necesario decir lo que pensaba, y espero promover que muchas más discutan y hablen acerca de lo mismo.
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